La saturación de la visión: La apatía en la era del scrolling
El scrolling ha sustituido a la contemplación. El feed ha ocupado el lugar de la pared de la exposición, del catálogo, del diálogo.
Ya no es una cuestión de visibilidad.
Las imágenes ya están aquí. En todas partes. En todo momento.
No necesitamos buscarlas, ellas nos encuentran. Pasan a través de nosotros, se cuelan en los huecos de nuestra atención, golpean la retina, se superponen, se olvidan. Arte, videoarte, diseño, política, publicidad, dolor, entretenimiento. Todo se presenta en el mismo lugar: el espacio horizontal, infinito, indiferente del feed.
Y así, el artista ya no expone. Publica.
Comparte la imagen de su obra sabiendo, en el fondo, que no se verá realmente. Sabe que pasará desapercibida. Sabe que aparecerá en algún lugar entre un clip de baile y una tragedia, entre un meme y un post patrocinado. Sabe que aunque el trabajo sea importante, necesario, intenso, quedará absorbido por el ruido visual, reducido a mero contenido.
Y aun así, lo hace. Porque la alternativa es desaparecer. Porque ahora la atención se compra por segundos. Porque hoy una obra puede ser poderosa e irrelevante en el mismo instante.
Vivimos en una forma paradójica de sobreexposición.
Ver se ha vuelto automático, pero ya no implica compromiso. Las imágenes están presentes, pero no crean fricción. No molestan, no traspasan, no obligan. El trauma se estetiza. El desastre se edita cuidadosamente. La obra de arte se optimiza para que se vea bien en el formato vertical 4:5 del nuevo feed de Instagram. La complejidad se aplana. La profundidad se contrae.
En Fakewhale llevamos tiempo cuestionándonos esta misma condición.
Sentimos la urgencia de formular una pregunta fundamental que atraviesa el corazón de la cultura visual contemporánea:
¿Cuál es hoy la relación entre arte, reproducción y digitalización?
¿Cómo están cambiando estas dinámicas no sólo el modo en que se producen y difunden las imágenes, sino también, y sobre todo, el modo en que se perciben, archivan, neutralizan o disuelven?
Lo que antes era raro ahora es fácil de conseguir.
Lo que antes era contexto se ha convertido en superficie.
El arte no falta. Está en todas partes. Y precisamente por eso, se ha vuelto invisible.
La anestesia no es silencio. Es exceso.
Es la acumulación de estímulos que ya no alcanzan un umbral sensible. La imagen no es menos intensa. Es menos anticipada. Llega después de todo: después del gesto de abrir una aplicación, después del movimiento de un pulgar, después de que un algoritmo haya decidido cuándo, cuánto y a quién se mostrará.
En el presente, la indiferencia no es desinterés.
Es una forma.
Una forma psicológica y cultural que nos protege de la sobrecarga. Que nos aleja de todo lo que, de otro modo, podría afectarnos. Una estrategia de supervivencia visual. Porque cuando todo conlleva la misma urgencia, ya nada requiere comprensión.
Así, incluso el gran arte aparece como una notificación.
Como algo que aparece, pero no deja huella.
Como una voz entre muchas.
Como una luz que no atraviesa la noche, pero parpadea brevemente,
y luego desaparece.
Demasiadas imágenes para una sola mirada
No nos enfrentamos a una crisis de la imagen, sino a una crisis de la mirada.
Hoy en día, las imágenes proliferan, se multiplican y se difunden sin obstáculos. Circulan por las plataformas con la misma fluidez que la información, los anuncios y las historias personales. Ya no hay barreras de acceso, ni umbrales de intención que traspasar: basta con abrir cualquier aplicación para verse abrumado al instante por un flujo potencialmente infinito e ininterrumpido de estímulos visuales, todos expuestos en el mismo plano.
En este paisaje, lo que falta no es la calidad de la producción ni la inteligencia de muchas obras, sino la posibilidad misma de que el espectador disponga de un espacio psíquico y perceptivo capaz de recibirlas.
La mirada, por su naturaleza, es selectiva, finita. Requiere pausas, vacío, preparación. Todo auténtico acto de ver es un umbral que atravesar, una temporalidad que habitar. Pero el presente visual no permite pausas: nos desplazamos, consumimos, olvidamos. El feed, verdadero escenario de la imaginería contemporánea, no permite demoras, porque todo sucede simultáneamente, de la misma forma, con la misma urgencia y accesibilidad.
El arte, insertado en este contexto, no tiene más remedio que adoptar los códigos del espacio que lo acoge: debe ser legible, cautivador, reconocible al instante e, idealmente, compartible. Incluso cuando lo consigue, se ve obligada a competir con cualquier otra imagen que, por razones totalmente distintas, ejerce el mismo tipo de atracción inmediata.
El efecto no es tanto una pérdida de significado como un colapso de la diferencia.
Ya no somos capaces, perceptiva y cognitivamente, de distinguir entre una obra de videoarte y un fragmento comercial, entre un gesto performativo y una tendencia estética del momento, entre una imagen construida para producir significado y una imagen diseñada para generar atención. Todo se presenta como contenido; todo exige una mirada rápida; todo se sitúa dentro de una lógica horizontal que aplana cualquier tensión.
Como resultado, incluso lo que tiene el potencial de abrir un espacio crítico, de interrumpir, desviar o herir, se neutraliza. No porque sea ineficaz, sino porque el contexto de consumo lo absorbe de antemano, vaciándolo de su capacidad de resistencia.
Esto no significa que ya no existan imágenes capaces de producir transformación, sino que ahora se ven obligadas a competir dentro de un ecosistema que no está diseñado para acogerlas.
Lo digital, con su velocidad, su lógica de acumulación y su arquitectura algorítmica, no es neutral. Dirige la mirada, dicta su ritmo y determina lo que se ve y lo que se ignora, no en función de la calidad o la necesidad, sino de la compatibilidad con el propio sistema.
El arte que no se adapta es ignorado. El arte que se adapta corre el riesgo de convertirse en otra cosa.
Para que la obra visual siga existiendo como experiencia, debe encontrar nuevas formas de restablecer umbrales, reintroducir el tiempo y defender la asimetría que toda imagen verdadera lleva en sí misma. Porque cuando la mirada ya no tiene espacio para elegir, ya no ve. Se desliza. Y lo que se desliza no deja rastro.
La obra de arte como contenido, el espectador como cursor
El scrolling ha sustituido a la contemplación.
El feed ha ocupado el lugar de la pared de la exposición, el catálogo, el libro, el diálogo. De hecho, estos mismos formatos se vierten a menudo en el propio feed. ¿Cuántas veces hemos sentido que habíamos visto esa pared de la galería, ese catálogo con su diseño distintivo fotografiado desde todos los ángulos? Pero sólo estaba en el feed de ayer.
Ya no estamos llamados a mirar, sino simplemente a seguir adelante.
El tiempo de la obra de arte se ha contraído para adaptarse al ritmo del pulgar: apenas unos segundos, un umbral visual mínimo, el breve instante necesario para decidir si quedarse o saltar. Pero quedarse se ha vuelto casi obsoleto. Nos desplazamos. Siempre. Hacia la siguiente imagen, el siguiente contenido, el siguiente estímulo.
En este paisaje, la obra de arte ya no es lo que se resiste a la mirada, sino lo que se adapta a la gramática visual de la plataforma.
Se convierte en contenido. Y el contenido es, por definición, intercambiable, repetible, optimizado.
Para sobrevivir, el arte se ve obligado a actuar dentro de los parámetros de la visibilidad algorítmica. Debe ser codificable, replicable, sin fricciones (adaptable como cualquier otro contenido). Como resultado, incluso la investigación artística más profunda corre el riesgo de quedar confinada a las dimensiones de una miniatura, una vista previa, un fragmento extraído y descontextualizado.
Ya no vemos la obra de arte en sí. Vemos su versión sintetizada, formateada para el feed. Su imagen estética.
Esta dinámica, por supuesto, no se originó hoy, ni exclusivamente con lo digital.
Ya estaba inscrita en la lógica de la reproducción técnica que Walter Benjamin describió en 1936. Pero hoy ha adoptado una forma mucho más extrema y, sobre todo, más automatizada. Benjamin veía en la reproductibilidad un potencial de emancipación perceptiva, pero también una amenaza para el aura de la obra. En el feed, ese aura no sólo se pierde, sino que se sustituye por una performatividad anónima, por una equivalencia forzada.
La obra de arte entra en un flujo que ya no admite excepciones. Su presencia ya no es un acontecimiento. Es una aparición fugaz en un archivo sin memoria.
En un ensayo poco conocido de los años 90, Paul Virilio hablaba de la “logística de la percepción” como de un campo de batalla invisible.
Quien controla el tiempo de la visión controla la posibilidad misma de la experiencia.
En el mundo acelerado de los medios de comunicación, argumentaba, la imagen ya no es un reflejo del mundo, sino su sustituto. Ya no se trata de ver la realidad, sino de ver a través de un sistema visual que ya ha decidido por nosotros qué mostrar y cómo mostrarlo. El feed no es sólo un contenedor. Es un filtro ideológico, una estructura que dirige la mirada incluso antes de que el espectador pueda ejercer ninguna intención.
Esta nueva logística algorítmica exige una redefinición del espectador.
El espectador ya no es alguien que observa e interpreta, sino un cursor que se desplaza. No hay acción, sólo reacción. La interacción se reduce al acto de pasar. Incluso cuando uno hace una pausa, ésta se produce dentro del lenguaje de la aceleración.
La obra de arte que exige tiempo, que opera a través de la densidad, de la espera, de la acumulación, corre el riesgo de dejar de existir. No porque no se publique, sino porque ya no se lee en sus propios términos temporales. Su complejidad se percibe como lentitud, y la lentitud como fracaso.
Pero lo más inquietante no es la desaparición de la obra, sino la normalización de este proceso.
El artista, plenamente consciente de este destino, empieza a concebir su obra anticipando ya su destino en la alimentación.
La obra de arte ya no se crea para un espacio, para un cuerpo, para una mirada. Se crea para ser adaptada, traducida, comprimida. Nace para un preestreno, como un tráiler antes de la película.
Se podría decir que lo que estamos perdiendo no es la imagen en sí, sino la distancia crítica necesaria para percibirla como tal.
Todo está demasiado cerca, demasiado disponible, demasiado inmediato.
La imagen deja de ser una superficie en la que entrar para convertirse en una superficie que no retiene nada. Una lámina lisa, una interfaz que no ofrece resistencia.
El problema no es la banalización del arte. Es su asimilación silenciosa a todo lo demás. Una desaparición no por ausencia, sino por integración perfecta.
Si la obra de arte hoy ya no puede producir ruptura, es porque el sistema visual ha aprendido a absorberla, a incorporarla al flujo, a convertirla en una voz entre muchas.
Y si la obra de arte ya no crea discontinuidad, el espectador ya no puede ser atravesado por ella.
Lo que queda es una visión constante, pero sin impacto.
Una estética sin incisión.
Una presencia que no deja huella.
La estética de la indiferencia
Hay un punto a partir del cual la presencia constante ya no intensifica la percepción, sino que la borra, no por ausencia, sino por saturación. Aquí es donde surge la paradoja de la indiferencia contemporánea: no ignoramos las imágenes porque no las veamos, sino porque vemos demasiadas. Es una forma de anestesia que no proviene de la falta de estímulos, sino de su exceso. El ojo, bombardeado por un flujo continuo de imágenes, desarrolla un reflejo defensivo. Se protege no cerrándose, sino dejándolo pasar todo. Lo ve todo, pero nada le llega realmente.
Este umbral insensibilizado se manifiesta de formas sutiles: la incapacidad de detenerse en una imagen durante más de unos segundos, la pérdida de la sorpresa, la indiferencia ante la excepcionalidad. Incluso las obras más radicales pueden pasar desapercibidas. Incluso un gesto poderoso, una visión perturbadora, una incisión conceptual aguda se absorbe como parte del paisaje, se procesa como una variación más dentro de un tejido visual que ya no posee jerarquía. Para que emerja la intensidad, hace falta contexto, anticipación, sustracción. Pero en un mundo de visión permanente, estos espacios resonantes han desaparecido.
Lo que ha surgido no es una estética de la fealdad o la banalidad, sino una estética de los umbrales rebajados, de la habituación como condición. Jean Baudrillard ya lo había anticipado en los años ochenta cuando habló de la “pornografía de la información”, no en el sentido erótico, sino como hipervisibilidad. Cuando todo se muestra, ya nada se revela. El efecto no es el trauma, sino la inmunidad. La imagen pierde su función de herida, de apertura, de enigma. Ya no provoca preguntas, ni busca respuestas. Ya no es objeto de contemplación ni campo de batalla simbólico. Se convierte en fondo.
Ante este panorama, el artista ocupa una posición compleja. Sabe que toda obra corre el riesgo de ser irrelevante no por falta de calidad, sino por sobreexposición. Saben que cualquier mensaje puede ser neutralizado por su proximidad a contenidos incongruentes, irónicos o comerciales. El arte se ha convertido en una presencia que ya no crea fricción. Y el público, condicionado por una mirada ritmada por el entretenimiento, se esfuerza por reconocer la alteridad de aquello que requiere una temporalidad diferente. Ya no son capaces de distinguir entre contenido y condición. Incluso las obras más sofisticadas se reciben como variaciones temáticas más que como fracturas del lenguaje.
En este contexto, surge una consecuencia trágica: la imagen sólo sobrevive a costa de perderse a sí misma. Sólo sobrevive lo que se adapta, lo que funciona según las reglas de la visibilidad digital. Pero sobrevivir no significa necesariamente ser visto. Sobrevivir hoy puede significar simplemente estar registrado, pero no habitado; archivado, pero no leído; presente, pero no recibido.
Lo que falta, por tanto, no es la producción. Tampoco el público. Lo que falta es la fricción, el intervalo, el obstáculo necesario que transforma la visión en un acto y no en un reflejo. El arte siempre ha necesitado un umbral para existir como tal: una distancia que atravesar, una resistencia que vencer, un tiempo que compartir. La indiferencia estética que prevalece hoy no es una falta de interés, sino una mutación perceptiva que ha convertido todo en igualmente disponible, igualmente visible, igualmente desechable.
Porque incluso el gran arte, si se ve en el momento equivocado, en el formato equivocado, en el contexto equivocado, puede no sonar en absoluto. Y lo que no suena en el paisaje visual actual corre el riesgo de dejar de existir.
El arte como espacio de resistencia
En una época en la que todas las superficies se convierten en expositores, el arte puede elegir no ser visible. O mejor dicho: no ser inmediatamente visible. Puede elegir la resistencia a la velocidad, la lentitud como forma de insubordinación. Puede rechazar la obligación de la accesibilidad instantánea, la estética de la adaptabilidad, la equiparación de la presencia con el rendimiento. No por un deseo de retirada, sino por entender que sin fricción, la imagen no puede arraigar. Y si no arraiga, no puede actuar.
Esto no es nostalgia. Es intencionalidad crítica. No se trata de oponer la obra de arte a la pantalla, sino de imaginar nuevas condiciones de visión dentro, y contra, la fluida arquitectura de la red. Significa crear mecanismos que ralenticen en lugar de acelerar, que seleccionen en lugar de acumular, que cuestionen en lugar de confirmar. Hoy en día, el arte ya no debe ser simplemente contenido; debe convertirse en una zona. Una zona en la que todavía sea posible ver, en la que no se haya desmantelado el umbral perceptivo, en la que la mirada no se reduzca a un gesto automático.
Para lograrlo, hay que construir nuevos espacios visuales. Espacios que no se limiten a exponer, sino que sepan proteger, no la obra de arte en sí, que puede seguir siendo fluida, inestable, inmaterial, sino el tiempo de la experiencia. Lo que hace falta es reintroducir el intervalo, el vacío, el contexto. No para hacer el arte menos accesible, sino para devolverle su profundidad. Porque una imagen sólo importa en la medida en que nos obliga a detenernos, a desviarnos, a sentir su peso.
De esta atención radical puede surgir otra forma de visibilidad: menos espectacular, pero más difícil de borrar. Una visibilidad que no coincide con la viralidad, que no se mide en clics, sino en presencia transformadora. Donde la obra no se consume, sino que se habita. Donde el tiempo del arte no esté subordinado al tiempo de la red, sino que lo trascienda, lo interrumpa, lo resista.
En una época en la que todo tiende a disolverse en la corriente, el arte puede ser aún lo que permanece. Pero para ello debe dejar de correr. Debe crear obstáculos, rodeos, umbrales. Debe renunciar al deseo de agradar para volver a reclamar atención. Porque hoy, más que nunca, no necesitamos más imágenes. Necesitamos más visión. Y la verdadera visión nunca se produce por accidente.