Un viaje de vuelta y de ida
Sobre la exposición «Anoche a la medianoche» de Ricardo Muñoz Izquierdo. Nominado al XIII Premio Luis Caballero.
De vuelta
Anoche a la medianoche / Santafé estaba sin juicio / por las noticias que trajo / el capitán Aparicio. Ya salen los emigrados / ya salen todos llorando / detrás de todas las tropas / de su amado rey Fernando. Los oidores a caballo / y un alcalde en alpargates / huían detrás del Virrey / hablando mil disparates. Yo también vide salir / a las señoras Gonzales / con pollos y sus gallinas / detrás de los oficiales. Ya sale el viejo Virrey / con sus tropas y los frailes / atisbán a ver si viene / Bolívar con sus cobardes. Sámano juntó a su grey / para Honda marchó / y en el camino gritó / ya el diablo se llevó al Rey.
Gualberto Gutiérrez (1819)
Anoche a la medianoche es una exposición que nos obliga a pensar la historia desde una mirada situada. En mi caso, esa relación —distante de la propuesta del artista— no se construye a partir de capas cinematográficas como La montaña sagrada (Alejandro Jodorowsky, 1973) o Cremaster (Matthew Barney, 1994–2002), sino desde el recuerdo vivido de las izadas de bandera en distintos colegios de Boyacá y el Llano (Sogamoso y Tibasosa) y Arauca, por los que pasé durante una educación profundamente marcada por el patriotismo que aún persiste en muchos pueblos. Especialmente en aquellos donde la Campaña Libertadora moldeó no sólo nuestra mirada, también la relación afectiva con las montañas y el páramo.
Al recorrer las dos salas, surge de inmediato la pregunta por el archivo visual convocado: ¿qué conjunto de imágenes —y con qué cargas— se despliega aquí? Aparece entonces —de vuelta— la historia del siglo XIX, una historia que podría pensarse lejana, incluso suficientemente cuestionada. Las conmemoraciones del proceso independentista, a más de doscientos años, parecerían haber agotado sus efectos, como si ya fuéramos inmunes a las formas de representación que esa narrativa produjo durante generaciones. Sin embargo, esa historia reaparece en la exposición: a través de las pantallas, de sus personajes silentes, de las escenas construidas en torno a protagonistas masculinos disfrazados, como si se tratara de una representación escolar sobre alguna escena decimonónica.La estrategia visual del artista es la de la desarticulación y rearticulación de la narrativa, lo cual, paradójicamente, resulta coherente con el periodo conocido como “El Terror” (1816–1818), cuando Morillo y Sámano instauraron tribunales de guerra, secuestraron bienes, poblaron de patíbulos el virreinato y ejecutaron a figuras como Caldas, Torres y Salavarrieta. La obra, al yuxtaponer esa violencia fundacional con formas y referencias fálicas, instala la supervivencia del poder masculino, recordando que los dispositivos del terror se reconfiguran, no desaparecen, al tiempo que las ridiculiza desde la materialidad y manualidad de las mismas.
En ese sentido, la videoinstalación lanza una provocación al espectador: nos empuja a volver sobre un modelo de historia en el que héroes, villanos y símbolos decimonónicos siguen teniendo agencia, justo cuando la sensación de ver caer estatuas permanece como algo inmediato, ligado a la discusión extendida sobre la herencia colonial de sus pedestales. La exposición muestra cómo, pese al derribo de monumentos, los discursos que sustentan su lógica permanecen incrustados en la iconografía escolar y en las fantasías de poder que siguen moldeando el presente.
De vuelata la cuestión sobre qué entendemos e incorporamos como historia. Roger Chartier recuerda que todo relato histórico comparte matrices narrativas con la ficción y depende de huellas parciales; la crítica consiste en reconocer ese componente constructivo sin deslizarse hacia la invención arbitraria. La instalación hace visible esa tensión: escenifica el lugar donde se desordena su articulación.
De ida
El texto* de sala de Anoche a la medianoche desempeña un papel ambivalente que merece una lectura crítica desde su función mediadora entre la obra y el público. Por un lado, se presenta como un aparato de interpretación que legitima y amplifica la propuesta artística de Ricardo Muñoz Izquierdo al traducir su gesto plástico y escénico a un lenguaje conceptual influenciado por la estética teatral, el psicoanálisis y la filosofía nietzscheana. Al hacerlo, introduce referencias (Peter Weiss, Jaime Borja, Nietzsche) que buscan situar la exposición en un marco de pensamiento complejo, elevando su densidad discursiva y desplazándola del ámbito del arte histórico hacia una zona de experimentación interdisciplinar. En esta línea, se afirma que el trabajo del artista “desarma personajes hechos en cartón de manera rudimentaria para dramatizar los hechos que delata un poema de 1819”, lo cual, como imagen en sala, resulta cierto.
Sin embargo, en su esfuerzo por inscribir la obra en una retórica “alucinada y densa”, el texto parece desatender su dimensión material concreta. Por ejemplo, cuando se describe la luna como “fulgurante y aterradora”, “anómala, psicodélica, amenazante”, acompañada de una cadena de metáforas hiperbólicas —“la luna del demonio, de las mujeres en celo”—, se construye una imagen cargada de afectos intensos que no se corresponde con lo que efectivamente vemos en la sala: una luna de cartón pintado, artesanal y algo ingenua, que remite más al lenguaje de la escenografía escolar que a un ritual oscuro. Cuando en ello parece residir uno de los aciertos del tratamiento del artista sobre el tipo de contenido que trae “de vuelta”.
El afán por rodear de adjetivos y formas discursivas complejas las imágenes livianas, satíricas y juguetonas que propone la exposición no solo produce un desfase entre el texto y la obra, sino que revela una operación interpretativa anclada en una matriz decimonónica. En lugar de dejar que la imagen respire en su teatralidad, en su desparpajo artesanal o en su potencia irónica, el texto insiste en codificarla a través de una retórica que busca otorgarle gravedad conceptual, envolviéndola en metáforas hiperbólicas y referencias cultas que recuerdan el estilo de una escritura que, desde el siglo XIX, buscaba domesticar lo visible a través del exceso de significación. Esta tendencia a sobredimensionar el lenguaje para estabilizar el sentido, lejos de reconocer la movilidad crítica de las imágenes, reinstala un viejo gesto ilustrado: el de jerarquizar las formas expresivas en función de su cercanía con sistemas de pensamiento reconocidos, haciendo sospechosa toda visualidad que opere desde el humor, la ironía o lo popular.
En coherencia con ese empeño, afuera de la sala se presenta el universo de referencias al que parece invitarnos el artista (ver el texto y las referencias cinematográficas propuestas para el taller de mediación), lo cual resulta paradójicamente limitado. No es necesariamente Matthew Barney con la superproducción de Cremaster lo que se hace próximo en la exposición, ni la imagen del “vergonzante” rey de España; es algo más cercano, como el hecho de que la casa de Sámano sea sede del Museo de Bogotá. Recordemos que la casa donde Juan de Sámano vivió en Bogotá desde que fue designado como comandante general de la Nueva Granada (1816) sigue intacta. Ubicada en la esquina de la carrera cuarta con calle 10 —considerada de interés patrimonial nacional— es una de las sedes del Museo de Bogotá. En ese sentido, es la historia vivida, la cercana, la que vemos replicarse en la pervivencia del hidalguismo, también en la cultura política y en la representación de los personajes: los “señoros” muy masculinizados que la encarnan. Es en la defensa férrea de valores y herencias del siglo XIX sobre la forma como organizamos nuestras ciudadanías donde se configura una dimensión que puede aparecer ante el espectador que recorre esta exposición, o al menos podría hacerlo.
Isabel Cristina Díaz
*El texto de sala es de Erika Martínez Cuervo, curadora que acompañó al artista en el proyecto.